A todos los animales les parecía que el león era su rey,
desde tiempo inmemorial. Era a tal punto más fuerte y más valiente -y, desde
luego, más gallardoque cualquiera de ellos, que la mayoría de sus súbditos lo
miraba con veneración. No había uno sólo que no estuviera dispuesto a dar una
pierna…, bueno, quizá no tanto como una pierna…, digamos un dedo del pie…, para
que el león lo eligiera su amigo predilecto. Pero el león tenía ya un favorito…
con el que pasaba la mayor parte de su tiempo: el elefante.
Cuando el león iba de visita, el elefante siempre trotaba a
su lado, y aunque ambos no consumían el mismo tipo de alimento, comían a menudo
juntos. Los demás animales no lograban explicarse por qué estaba dispuesto el
león a derrochar tanto de su valioso tiempo con el viejo y pesado elefante. Y
no hay que creer, ni por un momento, que ello les gustaba. Y ese asunto daba
lugar a mil y un comentarios.
Cierto día, cuando el león había invitado al elefante a una
excursión de caza que duraría dos semanas, sus demás súbditos se reunieron en
el bosque para discutir aquel fastidioso asunto. El zorro, que nunca había
dudado que era más astuto que los demás animales, fue el primero en hablar.
-No creáis que envidio al torpe y pesado elefante -dijo-.
Pero… ¿qué le ve de particular el león? Si el elefante tuviera una bella y
peluda cola como la mía, yo comprendería inmediatamente por qué simpatiza con
él.
Meneando su elegante cola para que los demás animales viesen
de qué estaba hablando, el zorro concluyó su discurso y se sentó.
El oso, que no había oído ni la mitad de lo dicho por el
zorro, se levantó y meneó la cabeza. Toda aquella conversación sobre la
elegancia lo fastidiaba.
-Si el elefante tuviera unas zarpas largas y afiladas como
las mías, yo podría comprender la simpatía que siente el león por él -dijo-.
-O si sus torpes colmillos fuesen como mis cuernos
-intervino el buey.
-No me hagáis reir -dijo el asno-. Todo ese asunto es claro
como el día. Al león le gusta el elefante porque sus orejas son largas. ¡Y eso
es todo!
-¡Cómo se quieren a ellos mismos estos estúpidos animales!
-dijo a su mujer el pato- Pero la verdad es que los animales que no saben
graznar no merecen siquiera ser mencionados.