Los otros salieron enseguida de sus escondites y empezaron a
reírse y a burlarse de él:
- ¡Isondú! ¡Isondú! ¡Te cazamos como a un tapir!
- A ver, ¿de qué te sirve ahora ser tan valiente?
- ¡Isondú! ¡Ahí va un anzuelo para que muerdas! ¿O querés
que llamemos a tu mamita para que te salve?
Y mientras tanto le tiraban palitos, frutos y unas bolitas
de arcilla dura con las que cazaban ratones y los pájaros.
Isondú les gritaba:
- Pero, ¿qué hacen? ¿qué les pasa? ¿qué les hice yo,
cobardes? - Y desde abajo les devolvía los proyectiles.
Uno de los agresores le contestó:
j- Ya vas a ver si somos cobardes. - Y agarró su maza y le
pegó a Isondú en un hombro, en la cabeza, en la espalda... Los demás se
envalentonaron y entre insultos hicieron lo propio: el cuerpo de Isondú se fue
llenando de cardenales y de sangre, y allí quedó, acallado, caído sobre un
costado en el fondo del pozo.
En la selva era casi de noche. Los asesinos seguían en el
borde de la trampa, paralizados por el miedo. De pronto vieron confusamente que
Isondú se movía, que su cuerpo tomaba de a poco la forma de un insecto y que en
el lugar de cada herida se encendía una lucecita. Isondú agitó sus alas y salió
volando: ya estaba libre.
Un momento después centenares de Isondúes se dispersaban en
la selva, debajo del techo que forman allí los árboles, los helechos y las
lianas, iluminando intermitentemente la noche guaraní. Muchos de estos insectos
traspusieron los ríos, dejaron atrás la selva y se perdieron en el campo. En la
Argentina, algunos le siguen diciendo "isondúes", otros los llaman
"bichos de luz, otros "tuquitos" y otros luciérnagas. En las
noches más oscuras vuelan a nuestro alrededor, y, cuando creemos que se han
ido, se encienden otra vez unos metros más allá, como estrellas terrenales.