Cuando aconteció el gran diluvio sólo se salvaron dos
hermanos, un niño y una niña que se refugiaron en una montaña mágica que crecía
según avanzaban las aguas, dejando una isla que nunca se cubría. Cuando todo
el mundo estuvo cubierto, ellos se resguardaron en una cueva de la isla, pero
enseguida fueron conscientes que no tenían nada que comer.
Durante varios días recorrieron el poco espacio que tenían y
no encontraron nada que ingerir. Pero una tarde, al volver a la cueva, se
sorprendieron al ver un mantel de hojas frescas con frutas, carnes, maíz y
todos los alimentos que habían soñado durante todos estos duros días de hambre
y desesperanza.
A partir de ese día, se repetía el milagro y al despertar,
encontraban los manjares sin saber de qué manera llegaban hasta allí. La
curiosidad de los niños fue creciendo y un día se escondieron entre unos
matorrales para conocer la identidad de quién les estaba alimentando y salvando
de una muerte segura. Tras esperar unos momentos, aparecieron unos hermosos
guacamayos disfrazados de personas. Los niños salieron de su escondite entre
risas y burlas por el aspecto de los pájaros. Los loros se enfadaron y se
llevaron la comida y decidieron no volver.
Los niños comprendieron que habían sido unos desagradecidos
y pasaron todo un día gritando pidiendo perdón a los cuatro vientos. Los loros
volvieron y se hicieron sus amigos. Pasado el tiempo los niños querían volver a
sus cabañas, una vez vueltas las aguas a sus cauces; quisieron llevarse un
guacamayo para poder seguir disfrutando de su belleza pero, al bajar, toda la
bandada siguió a los hermanos y, al llegar al valle, las aves se convirtieron
en seres humanos alegres y hermosos.